Miro mis pies, imposible adivinar el lustre inicial de mis botas. Las huellas de mi paseo por el desierto las han hecho cambiar de tamaño, de color. Quizás incluso hayan dejado de ser mías. Vuelvo a casa con menos piel, nadie sabe que en la oscuridad el desierto también quema. El sueño me habla al oído y me confiesa que le doy asco. Un asco no figurado. Me tumbo en la cama y cojo el primer libro que hay sobre la moqueta. Los solteros acumulamos nuestra vida sobre la moqueta, sobre las sillas, cualquier lugar es bueno para imaginar que seguimos vivos. Abro el libro y aunque siempre me has dicho que las casualidades no existen, quiero pensar que la casualidad será en esta larga noche la mujer que cuidará de mí, la que pondrá su mano sobre mis párpados para hacerme dormir. A mí alrededor, Bukowski toca sus platillos de payaso borracho, me habla de mujeres y de dioses que nos vuelven locos. Lo escucho. No esperaba esta improvisada fiesta. Tenemos sed y nada en la nevera. Podría abrir la puerta y despertar a los vecinos, podría abrir las puertas de todas sus neveras y escupir este desierto que me impide dormir dentro de ellas, pero no lo hago, sólo escucho la voz áspera y embustera del poeta más lúbrico del mundo. Vuelvo a acordarme de ti que también duermes poco, pero por suerte habitas dentro de una vigilia menos patética que la mía. Charles me mira, sonríe y a través de su aliento de hombre muerto me cuenta el secreto de mi vigilia: “La historia de la melancolía / nos incluye a todos”
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